Como si fuera ayer
Eras el atardecer de las mañanas.
Definida por labios gruesos, nariz inimitablemente
perfilada y una mirada adiestrada a ser sumamente selectiva.
El paraíso no sabía cómo vestirse
para combinar con tus ideas. Medio suicida y paranoica, pero siempre fiel y
colorida. Cabían racimos de tulipanes en
tus sonrisas.
¡Como danzamos aquella noche al
son de la luna!
Entre aquellas baladas te
encontré. El viento acariciaba nuestras sombras. Éramos uno en el tiempo y dos en
movimiento.
Robusta
y de caderas curvas, suficientemente anchas
como para un agarre firme. Siempre felizmente ajetreada, pero te expresabas en movimientos
no verbales sumamente románticos.
En ocasiones me preguntabas,
¿Por qué no existen las almas gemelas?
A lo que yo te contestaba,
“Porque después de un siglo pocas almas duran sin conocerse.”
Apenas llevaba un cuarto de siglo vivo y no dejabas de
sorprenderme.
Entre
algunos besos calibrados nos encontrábamos siempre en las orillas de nuestros
labios. La noche se angustiaba por no
tenerte, y yo feliz al asumir nuestra rutina nocturna.
Solía
desayunar cuatro veces con tus espejismos: dos en la madrugada (justo antes del
amanecer del sol), una entre las caricias del mediodía y la última en mi cama.
Conoces
las destrezas de tus emociones cuando previenes que afloren.
Tantas reflexiones se ameritan
para dejar de verte…y en mi memoria siempre apareces nuevamente. A veces sin
camisa ni falda…y nos conectamos en las nubes.
Presiento que entiendes lo que
significa dejarte.
En este espacio ambos compartimos
nuestras profundidades, a distintos niveles y mediante varios roces. Era
necesario experimentarnos para conocernos.
El recuerdo
de volar en bicicleta bajo la lluvia y las estrellas. La adrenalina que nos cosquilleaba al aparentar
que éramos inmortales.
En varios minutos supimos que nos amamos más que nadie. Pues
los focos del camión fueron luceros en mis ojos antes de recordar lo que fue nuestra
última noche.
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