Redes sociales: Un micrófono abierto
En este momento histórico parecería
que todo el mundo tiene acceso a una computadora, tablet o celular y que el
desarrollo de la vida ha abrazado un dualismo muy particular al desenvolverse
en dos planos simultáneamente. Por un lado se vive “la vida real”, aquella
definida por el contacto personal, cara a cara donde los seres humanos se
reconocen y se miran al rostro para validar sus posturas, ideas y existencias.
Por otro lado podemos encontrar la vida virtual, ese conglomerado de discursos
y debates que se dan tras la seguridad de una pantalla, de una tecla o de un
celular. Curiosamente estas dos esferas de desenvolvimiento terminan
coincidiendo en la vida misma porque ésta es gigante, compleja y abarcadora. Es
en ese coliseo donde se mezclan las contradicciones e imperfecciones humanas, y
desde donde también se intentan crear esquemas normativos que regulen nuestras
acciones, para así evitar las desacreditadas contradicciones antes mencionadas.
Es en ese ambiente caótico donde se
dan varios fenómenos que vale la pena discutir. Pero en este momento creo que
es importante que hablemos del deporte “democrático” en el que todo el mundo
opina de cualquier tema sin responsabilidad, información o argumentos
fundamentados en la criticidad y sin embargo no pasa nada porque todos estamos
cobijados por el derecho a la libre expresión. En mi opinión, antes de tirar por la carta de
la libertad y rehuir al debate, deberíamos formular algunas preguntas
pertinentes.
Primero hay que ver ¿Qué es eso de la libertad de expresión?
, ¿Para
qué sirve? y ¿Qué sistema de
organización social la potencia? Y en última instancia ¿qué es eso de “mi opinión” y cuán intocable o valorable es en nuestro
entorno social?
En los últimos tiempos se han
ventilado temas sensitivos como el matrimonio entre parejas homosexuales, la
educación con perspectiva de género, el problemón de nunca acabar del estatus y
las posibles soluciones a la crisis. Ante ello no se hacen esperar las opiniones
de medio mundo que a primera vista luce como un gran éxito democrático pues las
redes sociales sirven de tarima para el desfile de ideas y nociones del “ser,
no ser y deber ser” de nuestro país. El problema reside en la letra pequeña del
desfile y cuando usted observa con detenimiento los comentarios y
planteamientos del grueso de expertos que escupe su parecer por Facebook o ENDI.
Es en ese momento donde a uno se le escapa un “por eso es que este país no prospera“.
Al apreciar la calidad de los comentarios, la ortografía y la
base argumentativa no es difícil entender aquello que decía Kant sobre la “mayoría de edad“. Ante esa situación se hace evidente que Puerto
Rico es un país donde impera el infantilismo intelectual (o el personalismo). Lo
peor del caso es que se asume como norma cultural invisibilizando cualquier
coyuntura que propicie un debate concienzudo sobre nuestro desarrollo y futuro
de país. Claro, no digo que esta sea la dinámica de la totalidad de la
ciudadanía pero ciertamente la frecuencia y normalidad con la que se repiten
escenarios de este tipo me impide pensar que se trate de una minoría.
Ahora bien, volviendo a la pregunta
sobre la libertad de expresión, muchas personas interpretan este enunciado como
la capacidad de “decir lo que me dé la
gana, como me dé la gana y cuando me dé la gana“. Dicha interpretación no
puede estar más alejada de la realidad. La libertad de expresión se elabora
como un elemento de lucha política y se consagra como una victoria ante
regímenes despóticos donde predominaba la ley de la mordaza y se restringía el
poder discursivo disidente. Desde el lente de J.S Mill, la Libertad de Expresión aseguraba
el desarrollo de un debate saludable para el devenir social, afirmaba la
diversidad y ostentaba un componente fundamental de responsabilidad ciudadana.
En otras palabras, la libertad de expresión es la piedra angular que ofrece a
la sociedad su carácter diverso, cambiante, evolutivo y sobre todo auto-crítico.
Esto necesariamente nos dirige hacia una pregunta básica; ¿qué pasa cuando el ejercicio de libertad de expresión es llevado a
cabo de forma mediocre por la ciudadanía? O, ¿qué pasa cuando la ciudadanía no entiende el concepto de libertad de
expresión dado el importante grado de analfabetismo político del país?
Al parecer la respuesta la tenemos en
frente, la visualizamos todos los días en la calle, a través de las redes
sociales, en el tren urbano y en la fila del banco. En un país que se hace
llamar democrático pero adolece de muchos de los aspectos que le conferirían
tal título. En términos generales un país democrático es aquel que abraza los
derechos humanos, que valora y respeta los derechos civiles, la diversidad y
cuya ciudadanía vive tales valores y estatutos. Es un ordenamiento donde prima
la constitución, en el que el poder
reside en el “demos” y éste a
su vez se comporta a tal altura. Por ende la calidad de las opiniones debe
responder a unos estándares mínimos, no por ser clasistas ni mucho menos sino
porque estas opiniones no deben ni pueden atentar contra los valores propios de
la democracia.
Por ejemplo, cuando alguien dice que
“los dominicanos vienen a robarnos los
trabajos” o que “los homosexuales no
deben casarse porque eso no es de Dios” y se escuda tras la libertad de
expresión eso no tan solo es incorrecto sino que es intolerable. En primer
lugar, el planteamiento sobre los dominicanos no tiene ninguna base o
fundamento respetable salvo la apreciación subjetiva de la persona por lo que
no puede ser tomado como un escenario veraz. A esto se le añade el elemento
discriminatorio que históricamente ha permeado el discurso xenófobo anti-migratorio
y va en contra de los valores de inclusión, tolerancia y respeto que promueven
la democracia y los Derechos Humanos.
Por otra parte, al hablar de las
uniones de parejas homosexuales debemos empezar por hacer algo necesario: sacar
a Dios de la ecuación. Dios forma parte de un engranaje social-religioso que al
final responde a aquellos que creen en él y como es de conocimiento público
vivimos en una sociedad cuyo gobierno, en teoría, es aconfesional. Esto
significa que la gestión pública debe estar regida por los valores democráticos
y no por los religiosos. En otras palabras, si usted cree que los homosexuales
no deben casarse pues no se case con uno. Pero a nivel sociopolítico está en la
obligación del sistema social democrático asegurar que la ciudadanía goce de igualdad
de derechos sin ser “los homosexuales” la excepción.
Y por último, si usted no está de acuerdo con
estas circunstancias y decide despotricar y violentar la paz ajena con
improperios y comentarios discriminatorios para luego ampararse en la libertad
de expresión, recuerde que no tan solo está luciendo como un ignorante sino que
la base de su protección es falsa pues el Estado tiene la obligación de
ajusticiarle por este tipo de actitudes. Aunque claro, Puerto Rico no es ni
Estado soberano ni de la Unión y si a lo largo de la historia no ha tenido el
coraje de asumir posición en torno a estos temas, mucho menos lo hará en
defensa de minorías o grupos históricamente marginados. He ahí la tragicomedia
boricua, un país con mucho potencial, con mayores herramientas en materia de
derechos civiles que la metrópolis y sin embargo, sigue secuestrada por la
ignorancia de siempre donde, como en la inquisición, los lúcidos son quemados
como herejes y los locos gobiernan sin razón.
Prof: Víctor A. Meléndez García
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