Pecamos por Leticia [cuento corto]
Francesca y Paolo de Gustave Doré
Un cielo rojizo brillaba
en el cuerpo desnudo de Leticia. Ella yacía recostada en una cama de arena moldeada
por su cuerpo en la orilla del mar. Las olas se entretenían acurrucando sus
partes y bañando sus poros. Sus íntimos deseos se alimentaban a baja temperatura,
como las flores bajo los ciclos lunares. Todo era exquisito para ella y sus
observadores. Su sexo, tibio y arenoso, se arrugaba frente al hermoso atardecer.
Cada parte sensible de su cuerpo armonizaba con la colorida espuma blanca. Atrevido
y deshonesto, el mar recorría algunos de los recovecos de su piel humectada.
Leticia lucía tan
joven como la creación divina de un ser espiritual. Cada bienvenida se
convertía en una visita, especialmente para las criaturas pasajeras y
desconocidas. Sus visitas consistían de seres que habían sido flagelados por su
látigo espinoso. Este cargaba con la venganza y el rencor de una mujer maltratada.
Con cada azote desgarraba trozos de los cuerpecillos de sus fanáticos,
dispuestos a sacrificarse por su belleza corporal. Yo era una de ellos(as).
Observaba desde la fila como se destripaban las criaturas voladoras. Una tras
la otra, sacrificándose a cambio de poder observar su sexo. La reina de las
criaturas perversas, dueña de la sexualidad marítima y diosa de la codicia
celestial, sonreía frente a cada gota de sangre que adornaba su cuerpo desnudo.
No le molestaba el sabor metálico que pintaba su rojiza figura ya que el mar se
encargaba de limpiarla con su vaivén.
Llegó mi turno. Su
mirada excitaba mi visión mojando mi vagina. Satisfecha por lo que había
recibido y dispuesta a recibir varios latigazos, cerré los ojos y desperté.
Enfoco la mirada
en el reloj y luego en la ventana. Eran las siete de la mañana y llovía a
tronadas. El despertador no había cumplido con su labor. Me encontraba acostada
en la cama, enchumbada de placer y desnuda bajo las sabanas. La misma escena se
repetía todas las noches mientras mi pareja dormía. Leticia era más que un
imaginario. La había creado bajo la ilusión de que algún día me mirara
de la misma forma que aquella diosa lo hacía en mis sueños, con sus sacrificios.
“Buenos días”
susurre al oído de Javier. Me gustaba coquetear con mis labios en su cuello
mientras el despertaba. Él se movía entre las sabanas tratando de comprender
que había llegado un día nuevo.
“Buenos días mi
amor. ¡Qué bello es el amanecer en tus ojos! No te muevas una pulgada que ahora
mismo me levanto a prepararte el desayuno.” exclamó mi marido lleno de
energías.
El no perdía tiempo.
Desnudo y con una sonrisa en la cara avanzó
hacia el baño, para luego adentrarse en la cocina.
Yo prefería meditar algunos minutos antes
de levantarme de la cama para comenzar el día. Permanecía inmóvil e incrédula.
No podía comprender como Javier no había notado la evidencia en las sabanas.
Me moví rápidamente hacia el baño para
limpiar el recuerdo de aquel deseo imborrable. Decidí que compartiría mi
secreto con la ducha, y que alguna otra noche confesaría mi fantasía sexual.
Me vestí, desayuné, besé a Javier y salí
de prisa por la puerta para cumplir con las obligaciones del trabajo.
Javier
permanecía en el apartamento…pensativo, comienza a reflexionar sobre su sueño.
Mi erección no había disminuido.
Ana vivía en sus sueños de día y de noche
la acompañaban sus pesadillas, que siempre la dejaban mojada en nuestra cama. De
eso no hablábamos. Yo trataba de ser el mejor esposo que ella podía tener:
servicial, cariñoso, confiable y fiel. Pero todas las mañanas disfrutaba a
través de la ventana la figura desnuda de nuestra vecina Leticia. Ya habían
pasado meses desde que se percataba que yo la observaba. Y aun así, su ritual
matutino no cambiaba. Se levantaba aproximadamente a las 8:00 de la mañana. Se
estiraba frente al espejo observando su cuerpo desnudo. Sus pechos, expuestos
al sol que entraba por la ventana, se enrojecían tiernamente bajo el calor matutino.
Yo no sabía controlar mis impulsos erotizados; inconscientemente comenzaba a
tocarme, igual que la primera vez que observé una película pornográfica. No duraba
ni un minuto en estallar eufóricamente dejando mi huella en toda la ventana.
“¡Maldita ventana!”,
pensaba mientras la limpiaba.
Era la culpable de permitirme repetir este
acto todas las mañanas. Ya no sabía que más mirar, que no fuese aquella figura a través de las persianas. Leticia siempre me observaba y sonreía a veinte pies de
nuestro apartamento. Como si agradeciera mi espectáculo con sus pómulos. Yo no
sabía culminar aquella devoción infiel. Me limpié, me vestí y me dirigí hacia
el confesionario más cercano. Esperaba una respuesta segura, después de todo
Dios no podía ser tan egoísta. Mi palabra tenía que llegar, ya fuera por
oraciones o confesiones diarias.
Me siento dentro del confesionario y
estalla mi relato sobre una aventura.
“Padre he pecado. Ante
la fúnebre espada de mi lengua testifico que soy culpable. Culpable por
quererla entre esquinas masturbadas sin vergüenza alguna. Culpable por tener a
mi esposa y desear a otra mujer todas las mañanas. Por sentirla en cada gota de
sudor que recorre por mi frente. Usted no me conoce. Yo peco diariamente como
un ninfomaníaco salvaguardando cada minuto de mi tiempo libre para orarle en
mis pantalones.”
Parecía que tenía experiencia relatando
mis aventuras, pero realmente sentía vergüenza por mis actos. Una chispa de
amargura perforaba la punta de mi lengua mientras continuaba mi confesión.
“Padre ella también
ha pecado. Su nombre es Leticia. Ha logrado que la desee diariamente sin
descansar. La he mirado con lujuria y me ha devuelto el sentimiento en sus
sonrisas. Me confieso en nombre suyo, porque ella no tiene la decencia de
presentarse a este confesionario. Porque ella utiliza este maniquí y no quiere a
este hombre en su cama. Ella nunca va a aceptar mis bellos en sus sábanas o mi
esperma en su almohada. Leticia se conforma con las pesadillas de mi esposa y
los gemidos de este enfermo sexual.”
El sacerdote comienza a notar mi pantalón
mojado, marcado por el musculo encargado del cincuenta por ciento de la
gestación.
Luego de recibir mi receta, salgo del
confesionario y me encamino a la banca más cercana. Me arrodillo en el
reclinatorio y comienzo a rezar por mi salvación.
Empiezo con diez Padres Nuestros y veinte
Aves Marías. Cuando estoy por culminar, mis tripas rugen informándome que son
las doce del mediodía.
Me levanto y observo nuevamente el
confesionario.
Dentro puedo denotar una figura femenina
que aparenta sollozar entre sus susurros.
Justo antes de despedirme del Sacerdote,
lo escucho susurrar unas palabras:
“Ana, confía en
Dios, que Él te escucha”.
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