Eres porque...

“Eres porque quieres, porque actúas, porque vives, porque rimas y te enfangas”, repetías constantemente sin brindar ningún tipo de coherencia o cordura a tu ser.
“Eres porque quieres, porque actúas, porque… ¿te enfangas?”,  nuevamente, enfocado en tu absurda y perversa rima; sofocándote con esas ideas pendejas de ser y no ser.
“Eres porque… ¿por qué actúas?”,  y en ese preciso momento te callas. Sin saber que más decir, sin saber si existir o desistir de la idea; si embarrarte descalzo en el fango que llamas tierra o cobijarte bajo esas alas que llamas esperanza.
          Llevabas un maletín debajo del sobaco, pretendiendo estar ocupado, como si te encaminaras desesperadamente a algún tipo de reunión. De momento,  la dama vestida de blanco y zapatos del mismo color, notó que te dirigías (más nervioso de lo usual) al mismo casillero que visitabas todos los viernes a las 9:00 de la mañana. Ella (que viste de blanco para combinar su uniforme con el cuarto de interrogatorio), notó que en esta ocasión te perseguía un extraño.
          “Ustedes tenían razón, en esta ocasión no andamos solos”,  susurraste mientras intentabas abrir el casillero.
          A lo que te contestaron tus amigos: “Eres porque quieres, porque actúas, porque…”
“Ya lo sé, ya lo sé, esto de ser y no ser no tiene que ver. Simplemente vamos a entregar el paquete que ya se nos hace tarde”,  respondiste mirando aturdido a tu alrededor.  




             Tan pronto cerraste el casillero, saliste corriendo de la estación dirigiéndote hacia el norte, esperando perder a tus seguidores para llegar al sur y poder encontrarte con el contacto. El contacto era la persona que se iba a encargar de todo; de rescatarnos de este cuarto blanco una vez el paquete hubiera sido entregado.
 A medida que dabas un paso, sentiste como te alcanzábamos y a lo mejor pensaste que este sería el final. El sudor en la frente, la falta de aire fresco, la corbata ajustada y la chaqueta que tropezaba con tus talones, te hacían casi imposible la travesía hacia la salida de la estación.  
          Al final, tropezaste con un perro que cruzaba la salida de la estación y caíste, temiendo por tu vida, riéndote a carcajadas porque sabías que la aventura había culminado.
Y, mientras las lágrimas y el sudor se mezclaban en un sabor que sólo tu pudiste degustar, te cuestionaste tu existencia nuevamente:
“¿Por qué soy?”
A lo que la enfermera respondió: “Eres porque quieres, porque actúas, porque vives, porque rimas y a veces, pues te enfangas. Pero la vida no la decides ni tú ni yo ni dios, sino que a través de la felicidad sabrás apreciar lo que vendrá. Ahora, por favor párate del piso y sécate las lagrimas, que es hora de comer. ¡Ah! Y que no se te olviden las pastillas”.

            


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