Desmesuras instaladas
Tres cigarrillos en cuatro
minutos. Antes de ahuyentar los últimos destellos de mi voz trataré de educar
mi paladar. Vendrán cinco whiskys a las rocas. Sin vergüenza ni empatía con mi
ser, pues la dulzura de la inestabilidad se cuela por mis venas. En estos
momentos prefiero tener las pupilas dilatadas, el pecho relleno de humo
grisáceo y al hígado combatiendo los químicos que ingiero. Pues se presta para
la soledad cada momento, cuando emites una voz perdida en tu cabeza y recitas tus
pesadillas frente a una muchedumbre imaginaria. Tal vez, acostumbrarse a interpretar un recuerdo
equivocado para poder robar la vida de otro soñador.
Sin saberlo, extrañamos
la rutina con los cambios y nos retiramos a nuestros calabozos oxidados,
repletos de añoranzas y deseos incumplidos. Pero nos limitamos a no apreciar
las pinturas recostadas de la pared y a obviar todas las cartas que faltan por contestar.
Permanece el tintero vacío y la
impresora apagada. No funcionamos individualmente pues no sabemos cómo adecentar
las caricias del conjunto inseparable. Le llamamos a nuestros pares por sus
nombres y violentamos su individualidad. O sino, nos adelantamos a similitudes
culturales sin mencionar el etnocentrismo que se proyecta en nuestras buenas
intenciones. Pues llevamos légamo en las pezuñas como una bestia domada,
violenta y de vida hurtada. El poder y el abismo y la amargura continúan
sazonando nuestras yagas socioculturales. Y los fetos imaginarios y los cuerpos
descuartizados y la violencia mórbida ya son parte del noticiero diario.
Por preferir lo
innegable de lo indeseable, lo ideal de lo pragmático, la cultura de lo irreal,
el amor del engaño. Manejas y combates diariamente, con adrenalina o drogas y
alcohol, o te arrepientes y luego te marchas. O averiguas, observas y
comprendes.
¿Comprendes?
Ya no rezo. Ni con
miedo ni con seguridad. Prefiero la purificación espiritual en meditaciones
ocultas, pero muy agradecidas de mi compañía. Conmigo aprendí a honrar la
soledad intercambiando cuestionamientos por tranquilidad. La descarga parecerá
no cumplir con la esperanza hasta que lo intentas. Entonces, la música cambia y
se balancean tus hemisferios encéfalo-craneales. La complicidad se desvanece y
quedas tú y tu ser interior. Se aquieta la revolución. Descansas y aprendes a
marchar.
Y durante el continuo
se presentan las malas ilusiones y el desamor y te hacen volver a mirar atrás.
Presientes que miras tu vida por el retrovisor y guías sin respirar, porque si
te identificas con tu verdad pierdes la velocidad y la dirección. La
desesperación entre la ansiedad que habita en tu miedo perdido, los años que
muestran los instantes en los que parpadeaste, las distintas formas de vestir
tu autoestima y dirigir tus energías, los aparatos que intervienen con tu
desempeño y tu negación en dejarlos. Podría ser más sencillo apartarse y
esquivar, que permanecer en ruta hacia una libertad condicionada a tus
acciones. Pero el perdón no llega, sino que se apiada de nuestra voz.
Cuando descanses y
comiences una nueva ruta olvidaras las demás. Al menos de esto nos convencemos:
“el tiempo lo cura todo”.
Tras varios azotes de
alcohol despertamos. Somos alegres -temporeramente- y bailamos hasta que las
sonrisas se borran de nuestras caras. Si la luz del día no llegara nos
hubiéramos perdido entre tanto baile y tanto jolgorio. Pero la responsabilidad
siempre toca la puerta. En este país llevamos varias décadas escuchando los
golpetazos en la madera, pero nadie se atreve a girar la perilla.
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